CUARTA JORNADA
10 de abril
(1 de 2)
(Una moto bajo un cedro del Atlas)
Se levantan temprano los viajeros en la límpida mañana de Imouzzer du Kandar para dirigirse a Azrou.
A medio camino atraviesan Ifrane, población de montaña en la que el Rey de Marruecos pasa sus vacaciones de verano, huyendo del calor sofocante de las ciudades imperiales. Llama la atención un completo ejército de hombres de verde que se reúne a las puertas de uno de los palacios: los jardineros reales. La estación de Ifrane, pulcra e inmaculada, es un lugar donde los ricos de Fez y el séquito real practican los deportes de invierno sobre las nieves que cubren el lugar desde diciembre a marzo. La población es una perla cultivada en medio de los poblachos que la circundan. Un trozo de Suiza verde, limpia y ordenada, que contrasta con el desorden, la improvisación, la vitalidad y la suciedad del entorno urbano.
Sin llegar a entrar en Azrou, los viajeros toman una pista asfaltada que les eleva a los famosos bosques de cedros del Atlas Medio. En un claro, deciden parar la Bestia y desayunar. Calientan leche en el infiernillo y la aderezan con café molido de sobre y unas pastillejas de edulcorante. Las galletas, de fibra, quitan el hambre y regularizan el estómago. Los viajeros se alivian por riguroso orden gastro-cólico.
El lugar es sublime: el cedro es un árbol recio, poderoso, fálico, vertical, verde como lo más verde, de tronco agreste y altura magnífica. Algunos alcanzan más de 50 metros de altura y son varias veces centenarios. Pero no se puede estar solo. Pronto llegan dos mercaderes a vender sus piedras y sus fósiles. Dos vendedores, dos estrategias. Uno es amante de “el que la sigue la consigue”, prototipo del vendedor pesado; el otro, filoasertivo, planta sus reales y nos mira en silencio sin desafío ni esperanza. Nec spe, nec metu. O casi.
Tras kilómetros y kilómetros de curvas de montaña, los viajeros introducen su vehículo por una pista que les lleva al núcleo del bosque. Lo aparcan e inician un paseo de una hora bajo las nervaduras de los cedros.
(Rosa de Alejandría o Peonía)
Caen unas gotas de lluvia mientras ascienden la colina. En la espesura unas peonías de un rojo brillante abren sus carnosos pétalos. Contemplan de cerca a dos miembros de la fauna norteafricana, los macacos de Berbería, y el águila culebrera, éste último compartido con Europa. En las lindes del bosque dos halcones trazan los veloces dibujos de una danza nupcial en el cielo gris. En el silencio de catedral pueden escuchar los gritos de la familia de macacos y el golpeteo de un picapinos. Algunas manchas de nieve brillan entre los árboles: los viajeros se lanzan bolas y chapotean en la nieve cubierta de agujas de cedro. El viajero Azul guarda una piña cónica y fragante de resina que le acompañará el resto del viaje: más adelante, cuando el viaje solo sea un recuerdo en la memoria, su olor le evocará las impresiones de un lejano bosque marroquí.
Más tarde, encuentran el lugar donde nace del río más largo de Marruecos: el Oued L’Oum Rbia, que desembocará en el Atlántico, al sur de Casablanca. Las fuentes son un conjunto de manantiales que rompen la roca de los acantilados calcáreos y se unen para formar una corriente impetuosa. Todo de una belleza plástica salvaje, mitigada por el desarrollo turístico y los puestos donde se cocina cuscús y tadjine a los lados del camino. Atraídos por unas monedas, en la reducida zona donde podemos dejar a la Bestia, se ven más aparcacoches que automóviles. Aun así, pueden apreciarse detalles que no dejan indiferente al viajero Azul: la tenacidad e inventiva que permite construir plataformas de madera y techumbres de paja entre las rocas y los manantiales, y donde se ofrece al viajero una taza de té verde a la menta; la paciencia de unas niñas con pañuelos en la cabeza y alargado rostro berebere que ensartan flores blancas y amarillas para construir collares que venderán a los visitantes.
Sigue la Bestia comiendo el turbio gasoil de octanos marroquíes y excretando kilómetros. Los viajeros paran a comer en un magnífico lago de montaña llamado Aguelmane Azizgna, rodeado de cedros y encinas salvajes. La Bestia conduce a los viajeros hasta la misma orilla del lago. Al fondo, un inmenso roquedo rojizo desemboca sus piedras sobre la hondonada. El paraje es sobrecogedor, con el frío afeitando la barba y el reflejo de la montaña sobre el espejo del lago. Corre un viento que corta, y la Bestia hace de madre amorosa con los viajeros al arroparlos contra ella. A lo lejos, sobre la llanura de hierba que linda con el lago, un grupo de mujeres vestidas con unas túnicas blancas golpean unos panderos de piel mientras marcan los pasos de una danza. El viento impide escuchar el ritmo de la música.
El camino sigue. Los viajeros pierden con frecuencia la orientación, equivocan el camino, a pesar del mapa del señor Michelín y una brújula de mano. Confirman con los niños que encuentran en los caminos o con venerables ancianos que a lomo de sus burros cargan leña, la ruta a seguir. El suelo verde de las montañas está sembrado de rocas blancas que dan el aspecto al paisaje de un gigantesco osario.
(La niña que tejía collares de flores amarillas)
Próxima Entrega: Lunes, 9 de abril de 2007