8 de abril
Cubos de agua a un montón de grados, un doloroso pero placentero masaje, un jabón que más parece una bosta, el suelo ardiendo (por Alá, que esté limpio). El viajero Negro es reñido por el dueño del hammán, obligándole a llevar toalla para vestirse. Las bromas relacionadas con la razón de tal bronca hacen que Negro se sienta orgulloso.
Mientras sus compañeros disfrutan de los homoeróticos placeres del hammán (un fornido marroquí les arrastrará por el suelo, les frotará con un estropajo las piernas y la espalda, y les obligará a poner la cara contra los charcos jabonosos ayudándose con las rodillas…), el viajero Azul se adormece en el Hostal Fuenterrabía. Aspira el humo de la grifa que fuma un grupo de músicos bereberes ataviados con la indumentaria apropiada a la folklórica ocasión, y que atacarán su música melopeica con una suerte de indiferencia virtuosa o de trance tóxico. Más tarde, cuando terminen su actuación, los bereberes en sus elegantes trajes blancos comerán un cuscús con pollo en la zona reservada a los viajeros. Paciencia. Si algo tiene la grifa, es que da sueño. Pronto se irán a casa.
Una incursión por los baños comunes resulta desalentadora para Azul: dos letrinas en el restaurante, una de las cuales luce una botella de coca-cola metida en el boquete, inequívoca y amenazadora señal de estar fuera de uso. En el piso de arriba, explora los aseos de las habitaciones: la puerta presuntamente acristalada del baño común carece de vidrios, por lo que podría saludar desde el váter a los huéspedes que pasan. Finalmente descubre una ducha adosada a una habitación al fondo de un pasillo y comunicada con ésta por un enorme agujero en la pared que permitiría el paso de un camello. Con el temor a que aparezcan los inquilinos de la habitación, Azul se ducha veloz y baja a recibir a sus compañeros.
Cuando los viajeros, limpios y relajados del baño en el hammán, llegan al hotel, les espera la primera cena marroquí: harira, cuscús vegetal, tadjine de verdura… Mientras cenan, los músicos bereberes continúan ambientando la escena, ante la mirada atónita de un grupo de excursionistas portugueses, que observan como a cada dos canciones, los rifeños se levantan para fumar grifa.
La portuguesa conocida como “la chica más simpática y atractiva del grupo” mueve el culo en su asiento mientras come cuscús y da palmas al ritmo de la música. El ambiente recuerda un poco, salvando las distancias, a esos grupos de flamenco que en los años sesenta tocaban para las suecas en las playas de Benidorm. Es el Marruecos que no gusta, es el Marruecos plastificado para el turista.
Los músicos son campesinos o trabajadores de las tiendas de ultramarinos de los tres aros. Con las actuaciones se sacan unos dirhams para ayudar a la magra economía familiar. El Marruecos prometido, el que buscan los viajeros, está en la naturaleza, en las casas de barro que mimetizan las montañas, en las aldeas perdidas pobladas de niños y ancianos de mirada inocente, en la brutalidad de la naturaleza en su estado más puro sin que la mano contaminante del hombre le arrebate su virginidad. Ahí se dirigen los viajeros. Al mismo centro del color, la textura (palabra emblemática del viaje, como también lo será “reconfirmar”), los aromas, el frescor de un amanecer en la montaña, el canto de un gallo o el lamento del almuecín desde un lejano minarete llamando a los fieles a la oración con las primeras luces del alba, allí en el lejano Alto Atlas. El hervir de gentes en las calles, los mercados con sus frutas de aspecto desabrido pero sabor verdadero. Las famosas zanahorias del Atlas que pronto el comercio justo pondrá a la venta en el supermercado de El Corte Inglés. Allí se dirigen, dejando de lado lo hortera, la mala copia de lo occidental, las despiadadas leyes del comercio y la industrialización que todo lo puede. El Marruecos que los viajeros buscan es un viaje a la simplicidad y a la vez maravilla de un río sin cercas donde poder bañarse, un campo de amapolas salvaje o la nieve sobre las montañas al paso. Y en esa simplicidad radica la libertad que sienten. La sofisticación conlleva siempre un precio a cuenta del libre albedrío.
Los portugueses (que han comprado en grupo el paquete turístico “Xaouen en 6 horas”: paseo por las tiendas típicas con típico regateo incluido, visita al hammán, cena musical, cama con derecho a ducha común y vistas a españoles en calzoncillos) mantienen una conversación a volumen ibérico mientras los viajeros intentan conciliar el sueño. Al final, mejor o peor, lo consiguen.
El olor penetrante de un porro entre los dedos del dueño del hostal que trajina entre las mesas y el repetido canto de un gallo anunciarán una nueva jornada.
Un bar para turistas en Xaouén(Próxima Entrega: Lunes 26 de Marzo de 2007)
2 comentarios:
Entiendo lo que dices acerca de la búsqueda del marruecos auténtico, del medio rural con sus casitas de adobe. Pero las ciudades también juegan un papel importante. Si te quedas solo con la estampa de los típicos turistas escuchando música bereber niegas parte de la realidad urbana; supongo, que para encontrar esta última, hay que alejarse de las zonas más visitadas y callejear. El ambiente bullicioso de un zoco es igual de auténtico que el marroquí sentado a la puerta de una casa de pueblo.
Por esa regla de tres, es como si un turista extranjero viene a Extremadura y solo se queda con la visión del Jerte, o de las Hurdes. Acaso somos menos auténticos los extremeños de Badajoz, Mérida o Cáceres? ¿O los de Castuera o Zafra?
Creo que cuando entre los cuatro viajeros redactamos esto, ibamos más por el hecho de que en las ciudades marroquíes es donde más se nota que se ha tomado sólo la peor parte del progreso, consumismo occidental, pero sin ventaja social alguna.
Publicar un comentario